Discurso de SEXA o PR no Forro Formentor (espanhol)

Palma de Maiorca
08 de Outubro de 2004


Señoras y Señores

Empiezo por agradecer la invitación que me han hecho para pronunciar la conferencia inaugural en una edición más del Foro de Formentor, en el que por segunda vez tengo el placer de participar. Hoy, más que nunca, es necesario multiplicar las ocasiones para un debate franco y abierto entre las dos márgenes del Mediterráneo. Hace mucho tiempo que este Foro desempeña este papel. Por eso, sus organizadores merecen una sincera felicitación. Por mi parte, me alegro de tener esta oportunidad de contribuir para un debate cuya importancia para nuestro futuro colectivo es evidente para todos.

La edición de este año está dedicada al tema “un nuevo concepto de vecindad” En el mundo globalizado, las relaciones de proximidad, o si queremos, de vecindad, se establecen, cada vez más frecuentemente, más allá de las fronteras geográficas. Hablando con exactitud, Portugal sólo tiene un vecino, España. Sin embargo, como portugueses tenemos, en mayor o menor grado, relaciones de proximidad con un amplio abanico de países: nuestros socios en la Unión Europea, los países de lengua portuguesa, nuestros aliados, y los países del Magreb.

Además de esas relaciones privilegiadas, todos tenemos la noción, cada vez más aguda, de que somos parte de una comunidad internacional cuya evolución condiciona ampliamente incluso a los Estados más fuertes y poderosos. La globalización hace del mundo cada vez más una unidad: acorta distancias, acelera movimientos, multiplica contactos y conocimientos. A través de la televisión la realidad internacional invade a diario nuestro cotidiano. Desgraciadamente, las noticias han estado marcadas en los últimos años por el espectáculo repugnante de la violencia. Ataques suicidas, coches bomba, rehenes ejecutados, bombardeos aéreos, casas destruidas, decenas de muertes se han convertido en acontecimientos diarios, casi rutinarios.

En la década de los 90, muchos pensaron que la globalización sería un factor de uniformidad cultural; algunos vieron en ella una forma de aproximar conceptos y dirimir conflictos a través de la difusión universal de los valores de la democracia liberal. Otros, desde la misma perspectiva, temieron que redujese de forma inaceptable la infinita variedad del mundo. Esa ya no es la perspectiva adecuada. Hemos cobrado conciencia de que la creciente proximidad entre pueblos y culturas impulsada por la globalización, no sólo no borra las diferencias, sino que a menudo multiplica y exacerba conflictos e incomprensiones, muchas veces motivados tanto por valores como por intereses diversos.

Por primera vez desde el colapso del comunismo, estamos hoy enfrentados con un desafío ideológico radical a la globalización y a los valores democráticos con los que muchos la pretendieron identificar en los años 90. El 11 de septiembre permanece como el símbolo más atroz de ese desafío, corporeizado por la actual aparición del terrorismo internacional inspirado en movimientos que reivindican el fundamentalismo islámico. Se quiera o no, el ataque al World Trade Center y al Pentágono abrió un nuevo capítulo en las relaciones entre Occidente y el mundo islámico. Cuesta admitirlo: no era en realidad el capítulo que deseábamos y empezó de una manera que generó fracturas que se han ido agrandando. Es un error hablar de choque de civilizaciones, como intentaré demostrar, pero es innegable que el 11 de septiembre y después el 11 de marzo, sin olvidar los graves atentados ocurridos entre esas dos fechas, aumentaron las tensiones, las desconfianzas, el odio y la incomprensión. En la raíz de esas tensiones está, casi siempre, el fanatismo religioso que ha venido desarrollándose –¡hay que reconocerlo!– no sólo entre los musulmanes, donde alcanza dimensiones preocupantes, sino también en algunos sectores del judaísmo y del cristianismo.

El 11 de septiembre nos alertó sobre la dimensión de la amenaza. Conviene no subestimarla. El terrorismo como arma política no nació ayer y la historia nos demuestra que, a veces, desgraciadamente es un arma eficaz. Además, desde el 11 de septiembre, la amenaza terrorista ha adquirido nuevas dimensiones: una dimensión internacional y una dimensión catastrófica, alcanzando una vastedad que no sabemos medir totalmente. Mientras tanto, hemos ido concienciándonos de que por detrás de Al Qaeda y de todos los movimientos que de una forma u otra se inspiran en ella, hay legiones de simpatizantes no sólo reclutados entre los pobres y desempleados, sino también entre jóvenes licenciados, con medios materiales, que dominan el inglés y las nuevas tecnologías y tienen experiencia directa del mundo occidental.

Para vencer en la presente lucha contra el terrorismo internacional reconstruyendo a la vez las bases para una convivencia sana entre Occidente y el Islam, es necesario reconocer la dimensión acentuadamente ideológica de esa lucha. El combate al terrorismo no se puede realizar solamente por la fuerza, ya sea policial o militar. Naturalmente, ante quien no duda en utilizar medios bárbaros para imponer sus ideas, que recurre al asesinato en masa, que se deleita en la crueldad, tenemos el derecho –¡tenemos la obligación!– de defendernos. Si fuera necesario, cuando sea necesario, como sucedió en Afganistán, por medios militares. Sin embargo, sería ingenuo suponer que un combate de esta naturaleza se puede ganar solamente por medios militares. O que estos se pueden utilizar con eficacia, sin una noción clara de sus limitaciones y sin un marco político que les otorgue una indiscutible legitimidad. En efecto, nos enfrentamos con una verdadera lucha política, con múltiples dimensiones especialmente ideológicas y culturales. Para ganarla necesitamos una estrategia política.

Para librar esta lucha necesitamos, primero, comprender al enemigo y los fines que pretende alcanzar. Al Qaeda ataca a Occidente, pero el fin último de su actividad es la revolución en el mundo islámico. Para alcanzar ese fin, pretende imponer una separación cultural absoluta entre Occidente y el Islam para, en una segunda fase, tomar el poder en el mundo musulmán e implantar en él sus concepciones fanáticas y retrógradas. Por eso, es absurdo y peligroso confundir la lucha contra el terrorismo internacional con un enfrentamiento entre Occidente y el Islam. Ese enfrentamiento no existe y sería trágico si por nuestras acciones u omisiones contribuyéramos a crearlo. Objetivamente eso sería entrar en el juego de Al Qaeda. Al contrario, todos los musulmanes –y estoy seguro de que son la inmensa mayoría– que tienen concepciones no radicales sobre la vida, la religión y la política, que no se quieren separar de la comunidad internacional y que creen en el progreso, están tanto o más amenazados que nosotros por el fundamentalismo terrorista. Tenemos con ellos un interés común en establecer una alianza para combatirlo.

Esta alianza es fundamental. Cualquier política seria de combate al terrorismo internacional no puede conducirse eficazmente sin la participación activa de los pueblos musulmanes y mucho menos si es contra ellos mismos. De esos países, es de donde surge el fenómeno del terrorismo internacional con su nueva cara de totalitarismo religioso y es en ellos donde hay que desacreditarlo, aislarlo, derrotarlo y eliminarlo por la acción de sus Gobiernos y por la presión de su opinión pública.

¿Sobre qué bases hay que establecer esa alianza? ¿Cuál debe ser ese nuevo concepto de vecindad que aquí vamos a debatir? Propondría tres principios para dirigirlos. Los dos primeros son del ámbito de la ética política; el tercero es de naturaleza instrumental. El primero es el respeto mutuo; el segundo es el diálogo ecuménico; el tercero son los intereses comunes.

El respeto mutuo implica la aceptación de una diferencia. Occidente se enorgullece de sus valores y cree que estos tienen reclamo universal. En la década de los 90, muchos creyeron que, vencido el comunismo, la marcha triunfal y libertadora de la democracia por todos los rincones de la tierra, asociada naturalmente a la economía de mercado, no encontraría obstáculos importantes. Sin embargo, nuestro mensaje muchas veces era considerado por sus destinatarios como arrogante, y hipócrita. Debemos por eso preguntarnos si lo estaremos transmitiendo de la mejor manera. Islam y democracia no son incompatibles. Por eso, no debemos abdicar de proponer la libertad, la democracia, los derechos humanos y la emancipación de las mujeres que arduamente conquistamos. Pero tenemos que hacerlo con la plena conciencia de que esos valores solamente podrán medrar de forma duradera si corresponden a la voluntad independiente y genuina de cada pueblo y si se expresan y se viven en los idiomas de sus respectivas culturas. Por lo tanto, sepamos defender nuestros principios sin transigir en lo esencial pero evitando, todo lo posible, herir sensibilidades. Eso implica que también sepamos oír y respetar – y si es posible persuadir – aun cuando discordemos.

En segundo lugar, el diálogo ecuménico es fundamental cuando tanta violencia cometida hoy en día se justifica en nombre de la religión y en particular de la guerra santa. Es necesario decirlo bien alto: es un sacrilegio invocar el nombre de Dios para justificar actos de pura barbarie como el asesinato de civiles y el secuestro y ejecución de rehenes inocentes. El terrorismo es en sí mismo la negación y la perversión del mensaje ético de todas las religiones. Compete por eso, a los líderes religiosos, particularmente del mundo musulmán, la responsabilidad de denunciar con vigor los actos que son contrarios a un patrimonio moral común a todos los credos. Esta es una exigencia que no pueden eludir u olvidar.

El principio instrumental de los intereses comunes también hay que valorizarlo: la lucha contra el terrorismo es una prioridad: Es necesario actuar en consecuencia. Esto significa mayor cooperación en el intercambio de información, mecanismos más expeditos de extradición en los dos sentidos, mayor diálogo y cooperación política en la identificación precoz de las amenazas y en el área de la prevención y un continuo esfuerzo común en el sentido de promover el desarrollo económico y social.

Desgraciadamente, es forzoso reconocer que el entendimiento entre Occidente y el Islam se ve perjudicado por dos obstáculos políticos importantes: me refiero naturalmente a la incapacidad para resolver el conflicto entre Israel y los palestinos y a la situación en Iraq.

No hay espacio durante mi intervención, para discutir las responsabilidades de unos y de otros en la tragedia cotidiana en la que se ha trasformado el conflicto entre Israel y los palestinos. Pero nadie podrá negar el impacto que ese conflicto tiene en la percepción del mundo islámico sobre Occidente, así como en la aparición de nuevas formas de antisemitismo que es ineludible condenar.

Desperdiciadas las fantásticas oportunidades que surgieron en los años 90 para encontrar soluciones equitativas que permitieran a los dos pueblos vivir en paz, palestinos e israelíes se adentraron, al principio del siglo, en un ciclo de violencia del que desgraciadamente todavía no han salido.

Por un lado, tenemos la marcha continua de la política israelí para consolidar la ocupación de los territorios palestinos a través de la expansión de los colonatos. Por otro, una resistencia que se manifiesta a menudo a través de actos terroristas. El resultado es un impasse. No puedo creer que ni los israelíes ni los palestinos se resignen a vivir eternamente en ese impasse que tantos daños materiales y sobre todo morales causa a ambas sociedades.

Las líneas generales para una solución del conflicto son de sobra conocidas. Se delinearon en Camp David, y se profundizaron en Sharm el Sheik y fueron explicitadas en el reciente acuerdo de Ginebra –que no compromete a los Estados, es cierto, pero no por ello deja de ser digno de atención. Mientras tanto, como se sabe, hechos creados sobre el terreno dificultaron la ejecución de esos planes. Pero creo que, habiendo voluntad política, aun no es imposible recuperar ese acervo negocial –ya que no hay una alternativa aparente para resolver este contencioso de forma duradera.

Mientras tanto, debemos empezar por algún lado. Para ser realistas, en el contexto político actual, la prioridad debe ser la retirada de Gaza propuesta por el Primer Ministro Sharon y que cuenta, según todos los sondeos de opinión, con el apoyo abrumador de la sociedad israelí. Esa retirada tiene que ser completa, integrada en los objetivos más amplios de la «hoja de ruta» y acompañada de firmes garantías internacionales en lo relativo al estatuto jurídico de Gaza explicitadas en resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. Es necesario un arduo trabajo diplomático por parte del Cuarteto para que ese paso se concrete dentro del calendario previsto y no se transforme en otro espejismo político, otro proyecto de esos que nunca se realizan en que abunda en el Proceso de Paz de Oriente Próximo – y también para que una iniciativa que debe contribuir a que la paz no se transforme al final en un pretexto más para la guerra.

Sobre Iraq, pienso que desgraciadamente la evolución de la situación en aquel país confirma el recelo de todos los que expresaron dudas y reservas sobre la guerra o, como yo, expresaron claramente su desacuerdo sobre una decisión que abrió heridas en los principios que estructuran el orden internacional. Las condiciones políticas en las que empezó continúan condicionando negativamente su desarrollo.

Muchos pensarán que este no es el momento de mirar hacia el pasado: sea cual fuere la opinión que hayamos tenido sobre el conflicto, lo que ahora importa por encima de todo, es unir esfuerzos para estabilizar Iraq. Seguro que nadie tiene interés en el caos que se ha instalado en amplias zonas de aquel país cuya cultura milenaria, riquezas materiales y capacidad humana le auguraban mejor suerte. Todos sacaremos provecho de que Iraq se yerga de la ruina y recupere plenamente su sitio en el concierto de las naciones.

Expuesto a diferentes violencias de diversas raíces y finalidades que impiden la estructuración del Estado y la afirmación de su plena autoridad, Iraq se ha transformado en un foco de inestabilidad para la región, en una base para guerrillas y grupos terroristas que no ofrecen a los iraquíes ninguna perspectiva positiva de futuro. En esa justa medida, Iraq constituye hoy un problema para toda la Comunidad Internacional. Su situación refleja un inquietante círculo vicioso para el que no se ve salida. Efectivamente, si por un lado, el esfuerzo militar muestras sus límites y hasta algunas inevitables perversidades para la implantación de una indispensable normalidad, por otro ésta exige condiciones de seguridad que permitan la reconstrucción política, económica y social del país.

Por eso, es urgente ensanchar caminos que conduzcan a una solución política consistente que difícilmente podrá dispensar una implicación directa de los países musulmanes y un renovado respaldo de legitimidad de la ONU. Esto siendo conscientes de que podemos y debemos ayudar a Iraq, pero naturalmente no podemos sustituir a los iraquíes para asegurar de manera duradera la estabilidad de su martirizado país. La tarea de la comunidad internacional es ardua pues hay que conciliar tensiones étnicas, tribales y religiosas; ayudar a que aumente la aceptación interna del actual gobierno interino con la ayuda de la ONU; garantizar los calendarios electorales y su efectiva credibilidad; asegurar la unidad del Estado; conseguir una cooperación más influyente de las Naciones Unidas especialmente para alcanzar un concepto de coordinación más útil de las diversas ayudas nacionales e internacionales. Todos lo sabemos: solamente una vía política transparente y creíble podrá anular la estrategia de los que creen en una situación de vacío de poder y de autoridad del Estado. Pero para eso, será imperioso que ganemos, con eficacia, la adhesión mayoritaria de los iraquíes para el proyecto de reconstrucción político-social de su país. Otras experiencias históricas nos demuestran que sólo lo conseguiremos si reunimos las condiciones para que el pueblo de Iraq confíe en la transitoriedad de la actual presencia militar en un futuro próximo de plena soberanía.

Hay que reconocerlo: la Unión Europea no ha sido capaz de influir de manera decisiva en el rumbo de esas dos crisis. Las divisiones ocurridas a propósito de la guerra de Iraq y el papel preponderante tradicionalmente desempeñado por la diplomacia norteamericana en lo relativo a Israel, han relegado a la Unión Europea a un papel secundario. Sin embargo, Europa tiene un interés vital en toda la problemática de las relaciones con el mundo islámico, no sólo por una razón de orden general –se trata del punto más importante de la agenda internacional con enormes implicaciones para sus relaciones con los EE.UU.– sino también por razones específicas: las relaciones históricas y de proximidad con la orilla sur del Mediterráneo, la importancia vital del Golfo Pérsico para su suministro energético, la presencia de 12 millones de musulmanes en los países de la Unión Europea.

Para la Unión Europea, las relaciones con el mundo islámico, al contrario de lo que sucede con los EE.UU., no son sólo una cuestión de política internacional. Son también un problema interno que afecta la convivencia de nuestras poblaciones. La controversia sobre el uso del velo islámico en Francia, el drama de los emigrantes clandestinos que todos los veranos atraviesan el Mediterráneo en condiciones infrahumanas, son ejemplos de eso mismo. La integración de las comunidades inmigrantes en Europa es un reto importante y un asunto que nos acompañará en las próximas décadas.

La Unión Europea camina hacia una decisión de importancia histórica para su futuro como comunidad, con un profundo simbolismo para sus relaciones con el mundo islámico: me refiero naturalmente a la decisión de iniciar negociaciones de adhesión con Turquía como consecuencia del informe positivo formulado por la Comisión Europea. Estoy seguro de que el proceso de negociación será largo y a veces áspero y difícil. Pero negar ahora a Turquía la apertura de negociaciones sería una injusticia y un error y transmitiría al mundo islámico una señal profundamente negativa.

La Unión Europea acaba de ampliarse hacia el norte pero eso no quiere decir que tenga que postergar al sur como demuestra el dossier de Turquía. La Unión tiene un papel muy importante que desempeñar como socio para el desarrollo de los países de la cuenca sur del Mediterráneo y para reforzar un clima de confianza política y de intercambios culturales entre las dos márgenes de un mar que nos dejó un legado de civilización único. Hay que continuar profundizando en el Proceso de Barcelona, ampliando la red de Acuerdos de Asociación de forma que más países se puedan beneficiar no sólo de las disposiciones de esos acuerdos sino también de los instrumentos de la Nueva Política de Vecindad.

Pero la necesidad de diálogo no dispensa la utilización y quizá la profundización de foros más pequeños, especialmente en el formato 5 + 5 en que un menor formalismo de agenda ayuda a mantener debates útiles. Fue por cierto, por iniciativa portuguesa que ese foro se relanzó en enero de 2001.

En el plan bilateral, Portugal ha ido desarrollando el marco de su relación con sus vecinos del Magreb especialmente mediante la negociación de Tratados de Amistad y Cooperación siguiendo el modelo ya establecido con Marruecos, con Túnez y con Argelia. Reforzar las relaciones de buena vecindad y cooperación con estos países es una prioridad permanente de la política exterior portuguesa.

Portugal, como España, tiene una larga historia en común con los países musulmanes. De conflictos que duraron siglos, nació el conocimiento y el respeto mutuo que a su vez dio origen al afecto y a la amistad. Portugal hoy en día se siente cómodo en el diálogo con estos países de los que recogió un importante legado cultural. Ningún contencioso nos separa. Las perspectivas de desarrollo de las relaciones bilaterales son prometedoras. No queremos volver atrás. Tenemos que contribuir para que entre Occidente y el Islam haya diálogo en vez de conflicto, conocimiento de vez de prejuicio y cooperación en vez de sospecha.

En los debates convocados por la actual crisis internacional no sólo tienen voz los Estados más poderosos. Todos nos vemos afectados por la amenaza del terrorismo, por la inestabilidad en Iraq –véase la subida del precio del petróleo–, por el veneno que destila el conflicto de Oriente Próximo, por los fenómenos de la inmigración del sur hacia el norte, por las tensiones políticas entre Occidente y el mundo islámico, y todos nosotros, los que tenemos responsabilidades políticas, somos llamados a opinar y a tomar posiciones sobre estos grandes asuntos que penetran en nuestro tiempo. Es lo que he intentado hacer en esta corta intervención.

Muchas gracias por su atención.